España, un país desordenado con un toreo desordenado

España, un país desordenado con un toreo desordenado

“El toreo es un reflejo de cómo está España”, dijo en su día Julio Aparicio. Y no le faltó ni una gota de razón. Pocas frases describen con tanta exactitud el momento que vivimos, dentro y fuera de los ruedos. La tauromaquia, espejo fiel de nuestra identidad, parece haber heredado el mismo desorden, la misma falta de rumbo y la misma confusión que atraviesan hoy a España.

La marcha de Morante fue solo la primera grieta visible de un panorama que se tambalea. Su ausencia ha dejado un vacío evidente, y ahora toca recomponer el cartel de una temporada que no debe detenerse. Las ferias ya tienen fecha, los empresarios necesitan nombres y el escalafón busca, casi a tientas, nuevas figuras que sostengan el cartel de la nueva temporada. El objetivo sigue siendo el de siempre: llenar las plazas.

Talento hay, y mucho. Sería injusto negarlo. Jóvenes como Zulueta, Palacio o Torres —por citar solo a algunos— vienen de firmar una etapa novilleril de categoría. Con ellos, el futuro parecía tener sentido. Pero al tomar la alternativa, el camino se vuelve incierto, el impulso se disipa, y todo lo que prometía convertirse en esperanza acaba reducido a una sombra.

Muchos se pierden sin que nadie sepa explicarlo del todo. O quizá sí: el sistema taurino está minado por intereses, por vetos y por pequeños feudos donde el mérito importa menos que el apellido o la relación con quien reparte los puestos. Una estructura tan cerrada que termina asfixiando la renovación. Y eso, en el fondo, no deja de ser el reflejo de una España que también parece haber olvidado qué es la meritocracia.

Porque en los ruedos ocurre lo mismo que en la vida. A los jóvenes se les exige experiencia, pero nadie les da la oportunidad de tenerla. Se les pide currículum antes incluso de haber debutado. ¿Cómo va a curtirse un torero si no le dejan torear? ¿Cómo va a encontrar trabajo un joven si no le permiten demostrar lo que vale? En ambos casos, el sistema se retroalimenta de su propio absurdo.

Y si miramos más allá de la plaza, los paralelismos son inevitables. En aquella España de antaño, los toreros —figuras o de segunda línea— podían soñar con una finca, o un pedazo de tierra ganado a pulso, símbolo de esfuerzo y recompensa. Hoy, eso suena casi a leyenda. Mientras la juventud se resigna a alquilar, a sobrevivir, y a esperar un futuro que se aplaza. En el toreo pasa igual: los sueños se encarecen, las oportunidades se reducen y el sacrificio ya no basta.

También el respeto, ese valor silencioso que daba estructura a la sociedad y al toreo, se ha ido diluyendo. En las aulas, en las calles y en los tendidos, la educación se ha ido descosiendo. En las plazas se ve con nitidez: las salidas a hombros se convierten a menudo en un espectáculo caótico, entre empujones y tirones que rozan la falta de decoro. Lo mismo sucede cuando algunos jóvenes se acercan a un torero en un hotel o en la calle: se ha perdido la palabra maestro, se ha perdido el usted. Ahora predomina el tuteo fácil, el colegueo que confunde cercanía con falta de respeto.

Todo eso tiene un fondo común: una España desordenada, que ha dejado de mirar con reverencia aquello que la hacía sólida. Lo que ocurre en los ruedos no es más que la proyección de ese desconcierto colectivo. Y el toreo, como arte que nace de la verdad y del respeto, no puede florecer en una tierra que ha perdido ambos.

Tenía razón Aparicio. El toreo es el reflejo de una España desordenada. Y quizá por eso duele tanto mirarlo: porque al mirarlo, nos miramos a nosotros mismos.