El pasado 12 de octubre ya ha pasado a los anales de la historia. No solo por la retirada de Morante de la Puebla, sino por todo lo que ese gesto ha removido en el ámbito taurino y social. Su adiós —temporal o no— ha dejado a más de un empresario cavilando a la hora de confeccionar los carteles de los grandes ciclos de la próxima temporada. Falta una pieza esencial del puzle, y esa pieza era Morante.
Que el sevillano tiraba de muchas ferias es una realidad incuestionable, como también lo fue la nefasta planificación de su temporada, en la que se vio envuelto en una maraña de compromisos, algunos sin sentido, que terminaron por agotar el motor del cigarrero. Ya lo advertimos: aquella estructura acabaría estallando por algún lado. Y así fue.
Pero Morante no se ha ido. Los genios nunca se van del todo. Pese a los lamentos que trajo consigo el gesto de cortarse la coleta —que no quitársela, como él mismo precisó en su entrevista con El Mundo—, Morante volverá. Y eso lo sabe hasta el antitaurino menos versado: el toreo necesita a Morante, y Morante necesita al toreo.
El apasionamiento que ha girado en torno a su figura esta temporada ha sido admirable, aunque en muchos casos excesivo. Son legión quienes proclaman que Morante es el mejor torero de la historia sin haber leído, visto ni sentido a quienes forjaron la leyenda de este arte: Manolete, Ordóñez, Joselito, Belmonte y tantos otros que marcaron época.
Benditos, aun así, los puristas de Morante. Porque si alguna vez se dijo que el toreo ya no interesaba a las nuevas generaciones, el pasado día de la hispanidad se pulverizó ese mito. La legión de jóvenes que abarrotó Las Ventas y sacó al maestro por la Puerta Grande escribió una de las páginas más bellas de los últimos tiempos. Pocas veces se ha visto en la primera plaza del mundo una comunión tan limpia, tan entregada, y tan profundamente emocional.
¿En qué otro espectáculo público se congregan miles de jóvenes para aclamar a un ídolo y sacarlo en hombros sin un solo incidente, sin estridencias, y solo con la pureza de la admiración? Ese es el poder del toreo cuando se muestra en su verdad más honda.
Se avecinan tiempos de cambios. Nadie sabe cuánto durará el parón de Morante: uno, dos o más años. Pero su ausencia deja un hueco enorme en las principales ferias. Ahora la responsabilidad recae en los taurinos de invierno —empresarios y apoderados, —, a quienes corresponde construir carteles con sentido. Porque talento en el escalafón hay, y mucho. Solo falta que los toreros encuentren empresarios valientes y entornos sólidos que sepan cuidar cada detalle y trazar carreras acordes a sus condiciones.
El invierno, tantas veces reclamado como tiempo de trabajo y reflexión, ha llegado cargado de deberes. Ojalá en febrero cuando arranque la temporada, esté la tarea hecha.
Y en ese horizonte, Zaragoza asoma como símbolo. Su afición —fiel, paciente, apasionada— merece una plaza a la altura de su historia. Ojalá el nuevo pliego que está por venir esté pensado para engrandecer el toreo y no para esquilmarlo. Porque la capital maña, que ha visto pasar gloria y silencio, merece recuperar la categoría que nunca debió perder.
Ojalá cuando vuelva a sonar el clarín en el coso de Pignatelli, lo haga como una llamada a la esperanza. Porque Zaragoza, como el toreo, siempre renace.