Ante la amalgama de escritos sobre la retirada del de La Puebla, mi decisión ha sido la de no contribuir a rememorar uno de los momentos más mustios de mi existencia, pues no hallo luto suficiente para honrar la historia del toreo. Ante esta nueva cotidianidad en la que permanecen los que nunca tuvieron que llegar y se ausentan los que nunca se tuvieron que ir, he decidido empezar a ver Juego de Tronos para evadirme de la temporada que se nos presenta.
A mi círculo cercano le ha debido de resultar simple recomendar esta conocida serie, pues, teniendo en cuenta mi faceta profesional, el jueguecito de los reyes, las batallitas a caballo con armas propias de la Edad del Hierro, la honra a un trozo de tela corroído, el honor y la testosterona son siempre bien recibidos. Nunca he llevado bien esto de las eternas temporadas —la mayoría de las ocasiones sin fuste alguno—, pero me han asegurado de buena palabra la validez de dicha empresa, y allí he puesto mi pica.
Llevo dos temporadas en el lapso de una semana; me está gustando. Para aquel que no haya visto nunca semejante obra de arte, le explico: la trama versa sobre un estado ficticio compuesto por siete reinos con sus características siete casas regentes, todas ellas con sus reyezuelos, hijos de sus madres y con su propia solera. Las conjuras, traiciones y alianzas para hacerse con el cetro del toreo… que diga, con el trono de hierro, estarán a la orden del día, rememorando viejas glorias dinásticas con cierto sesgo supremacista.
La casa Baratheon, en colaboración con los Lannister (del otro lado del charco), sustenta el trono de hierro. De aires sureños, barrocos, allá donde las marismas yacen al compás de un pasodoble y la feria es en abril, suponen la herencia de la evolución histórica de las grandes casas. Un aclamado, duradero e inigualable periodo de recogimiento, estabilidad y, por qué no, disfrute. Desgraciadamente, Robert Baratheon morirá, iniciando así una disputa por sustentar dicha corona, más revalorizada que nunca por obra del mejor rey de la historia. Algunos se van porque las cosas no se pueden hacer peor y otros, porque no se puede dar más: no se puede hacer mejor.
Ya se deben imaginar ustedes el sobrecogimiento del pueblo y el ansia de sangre de los jóvenes pretendientes, muchos de ellos amparados bajo la espada del difunto rey. Stannis Baratheon, familia del rey, de los mismos corrales de vecinos de la humilde barriada del Guadalquivir, del mismo temple y concepto del ausente —que no fallecido—, pretende ser el heredero al trono. Stannis no sabrá que las compañías con las que anda osan cuestionar el legado de su propia casa, situación que el pueblo, en ausencia de la compostura y verdad de su antiguo rey, no permitirá hasta un mayor periodo de madurez y discreción del candidato.
Stannis no estará solo. Daenerys Targaryen, a la otra orilla del río; hija del mismo sol y de un concepto sobrio, castizo, natural, elegante, sin alharacas ni aspavientos, en ausencia de un equipo de comunicación propio de un futbolista y con la verdad por delante, vislumbra un periodo de grandeza que ninguno de los candidatos pretende alcanzar. Es la madre de dragones, aquellos que dieron por muertos y han vuelto a resurgir, porque lo clásico siempre vuelve, al igual que el destino de las grandes casas. Duro camino le espera a nuestra candidata, pues un hijo bastardo de la casa Baratheon, Joffrey, extranjero y ausente del compromiso de dicha empresa, usurpa el trono con el beneplácito de algunos capitalistas. Ahora bien, el pueblo, mustio y necesitado de la medicina jubilada, reclama el compromiso y la autenticidad que debe ostentar el nuevo rey de los siete reinos.
No engaña a nadie. Tiene los días contados. Como decía un viejo faraón de estos reinos: “Un rey bueno es muy difícil que sea mala persona. La amargura es cosa de los mediocres”.
En definitiva, creo que la serie me está ayudando a superar la ausencia de Morante.