Rafael de Paula, el soplo que me enseñó a entender el toreo

Rafael de Paula, el soplo que me enseñó a entender el toreo

Madrid siempre tuvo devoción por los toreros artistas. Por aquellos que, más que torear, parecían rezar con el capote. Y entre todos ellos, ninguno como Rafael de Paula. Su figura encerraba algo imposible de atrapar: el misterio. Lo suyo no era torear bien —que también—, sino torear distinto. Dejarse llevar por algo que no se podía ver, pero que todos los que amamos el toreo sabíamos que estaba ahí.

Yo aprendí a entender el toreo viéndolo a él. En viejas grabaciones, cuando apenas contaba con ocho años de edad pero yo ya sentía una curiosidad inmensa por este mundo del toro . En esa manera suya de andar por la plaza, con el compás roto y la verdad por delante. Nadie me explicó mejor que Rafael lo que significa torear despacio. Nadie me hizo sentir que el toreo podía ser silencio, emoción y desgarradora belleza al mismo tiempo.

El 28 de septiembre de 1987, en Las Ventas, toreó a ‘Corchero‘, de Martínez Benavides. Esa tarde es historia. Bastaron unas verónicas para que Madrid entendiera que lo que estaba pasando no era toreo, era arte. La muleta, después, siguió ese compás suyo, único, irrepetible. De corinto y azabache, Paula se abandonó. Toreó como quien reza, sin pensar en nada, entregado del todo. Y cuando terminó, Madrid se rindió como él se entregó a Madrid. No importaron los fallos con la espada. Importó el alma.

Un año después, volvió a escribir una página inolvidable. En la Corrida de la Beneficencia de 1988, brindó un toro al Rey Juan Carlos I con la elegancia que solo él podía tener: “Señor, es para mí un gran honor brindarle la muerte de este toro. Le deseo toda la suerte del mundo a usted y a España. Y ahora, deséemela usted a mí a ver qué hago yo con esto”. Fue un brindis tan suyo como su toreo: honesto, humano y genial que paso a los anales de la historia no solo taurina sino también social.

Siempre que se habla de toreros artistas, se menciona el “duende”. Pero Rafael no creía en eso. Él lo llamaba “soplo”. Decía que el “soplo” llegaba sin avisar, cuando el alma quería. Que era algo que te invadía sin razón ni medida. “El ‘soplo’ —decía— es una cosa que no siempre te llega. Sin embargo, cuando te sientes embargado, sin saber por qué, cuándo o en qué momento, llega el ‘soplo’”.

Y ese “soplo” fue lo que yo sentí la primera vez que lo vi torear. Años después sigo buscándolo, como lo busca todo aficionado que ama la verdad del toreo. Porque lo de Rafael de Paula no se repite ni se enseña. Solo se siente.

Hoy, el maestro ya no está. Pero su forma de entender el toreo, su misterio y su “soplo” siguen vivos. En cada verónica y en cada muletazo lento, que nace en una plaza. Porque hay toreros que torean, y otros que iluminan el toreo para siempre. Y Rafael de Paula fue uno de esos. El soplo que me enseñó a mirar el toro con el alma.