Octubre es, indefectiblemente, tiempo de despedidas en el toreo. Temporales o definitivas, que de todo cuño hay. La principal es la que hacemos de cada temporada cuando llega la feria San Lucas en Jaén y echa el telón a meses intensos, a lo largo de los cuales muchas cosas y toreros (demasiadas/os) permanecen inamovibles año tras año pase lo que pase, mientras otras situaciones y matadores llegan como un soplo de aire fresco a renovar, aunque sólo sea un poco, la ilusión de los aficionados.

Pero, a lo que íbamos, en octubre se dicen muchos adioses. Recuerdo como en mis tiempos de juventud era ley no escrita que los matadores brindaran a su cuadrilla el último toro de la temporada europea. Servía este gesto como reconocimiento a todo un año en el cual se forjan entre ellos lazos de auténtica familia, nacidos de ese día a día donde conviven veinticuatro horas sobre veinticuatro, enfrentados cada jornada no sólo al toro de la plaza, sino al de la carretera, con viajes interminables que ponen a prueba el aguante de esos otros superhombres que son los chóferes que conducen las furgonetas que cada noche atraviesan España de punta a punta llevando en su volante la responsabilidad, y la vida, de un puñado de toreros.

Esos brindis postreros también marcan muchas veces el punto final a la trayectoria de picadores y banderilleros, que llegada la hora de la jubilación encaran otra etapa de la vida donde disfrutar todo lo que han ganado en el ruedo desde que eran unos niños. Sí, porque todos, los de oro y los de plata, hipotecan su vida desde la niñez y pierden su juventud en busca de alcanzar un sueño que unos consiguen y otros no. Por eso  claro está que es imprescindible hablar de la despedida/retirada de Morante de la Puebla, que como un tsunami se llevó por delante los sentimientos que ese día iban a estar dedicados a un torero honrado a carta cabal como Fernando Robleño. Pero ya se sabe, acartelarse con genios tiene el riesgo de sufrir esos “daños colaterales”, y en esta ocasión eso se hizo realidad.

También, si hablamos de retiradas, me llama la atención lo poco que se ha ponderado el paso atrás dado por Florencio Fernández Castillo “Florito”, que en sus cuatro décadas siendo mayoral (y durante mucho tiempo también veedor) de la plaza de Las Ventas logró revolucionar completamente el concepto que teníamos de esa profesión. Aquel chaval que desembarcó en Madrid en los albores de la temporada 1986 para, bajo el mando de Manolo Chopera, ocupar la plaza de Fermín Mosulén Mondaray, anterior mayoral, consiguió a base de talento y sabiduría hacer historia en lo suyo. Muchos no lo recordarán, pero en las temporadas inmediatamente anteriores a la llegada de Florito el espectáculo cuando se devolvía un toro no era el de los bueyes perfectamente domados arropándolo y enfilando con rapidez el camino de toriles, sino el de un cabestro cruzado con bravo del hierro de Trilla que pegaba unas palizas monumentales a los toros devueltos y los llevaba en volandas de sus pitones hasta los  chiqueros. Todo esto lo cambió Floro en un santiamén, poniendo su oficio en categoría y siendo un maestro de referencia para los que vinieron detrás.

Pero no me gustaría desviarme del hilo conductor de este artículo, que es reivindicar la figura de esos hombres de plata que llegan al final de su trayectoria profesional. Es más, me gustaría personalizar en uno de ellos al que, no sólo por cercanía, tengo un enorme respeto. Se llama Juan Carlos García y dentro de un par de días, en la corrida de Victorino que se va a lidiar el sábado 18 de octubre en Jaén, pondrá punto final a una carrera que ha llevado la rectitud por bandera.

Conocí a Juan Carlos cuando ambos empezábamos nuestros respectivos caminos. Jaén, que tiene tantos encantos, a los que somos de aquí sin embargo se nos antoja que está lejos de todos sitios, así que cuesta un mundo lograr pegar el salto desde esta bendita tierra, torera como muchas, ganadera como pocas. El caso es que a finales de los años ochenta del siglo pasado Juan Carlos empezó a suscitar el interés de los aficionados jiennenses. Aquel torero del barrio de El Almendral era alumno muy aventajado de la escuela taurina y encima se entretuvo en cortar un rabo a un colorado de Prieto de la Cal en su debut con picadores, que tuvo lugar en la feria de San Lucas de 1989.

No se lo pusieron fácil, porque siendo un torero de corte más bien artista (y con la curiosidad de ser zurdo) tuvo que tirar de poder y oficio para estoquear novilladas que no eran precisamente de las comerciales. Pero él resolvía y se ganaba la repetición, convirtiéndose en uno de los novilleros que, por ejemplo, mayor fama de solvencia tenía entre la afición venteña, aunque la alternativa llegó en su Jaén natal, allá por 1995, con Ortega Cano y Ponce en el cartel. Precisamente Jaén marcó el punto final a su trayectoria, tras una putada hecha por el “comandante” Dorado y sus huestes que colmó el vaso de su paciencia y su dignidad. Para entonces Juan Carlos ya había hecho machadas como torear dos tardes seguidas en Pamplona el año 1998. En la primera de ellas un “Peñajara” castaño de 679 kilos le pegó un palizón y le partió la barbilla. Apenas veinticuatro horas más tarde estoqueó una de Miura, logrando en el sexto un ramillete de muletazos de categoría sobre el pitón derecho. Nada de esto fue suficiente.

Y se hizo banderillero. Un hombre que no se había distinguido por su manejo del capote y que no banderilleaba, tuvo que reciclarse. Y aprender el oficio. Lo hizo, como toda su carrera, a base de esfuerzo, de echarle horas, de entrenar mucho y, por supuesto, con la base de un tremendo amor por la profesión y sus principios. Una profesión que, como la de escribir y hablar de toros, estaba llena de tuneleros. Y digo “estaba”, en pasado, porque ahora no sólo pululan de esa despreciable calaña, sino que ya los hay que son auténticas putas (con perdón de las meretrices), porque según las tarifas que les paguen hacen lo que pida el cliente, aunque de esos “colegas” míos ya hablaremos en otra ocasión.

En fin, supongo que para Juan Carlos no debió ser fácil (como para ninguno de los que han andado el mismo camino) cambiar el oro por la plata y hacer el paseíllo, sobre todo en los primeros tiempos, detrás de alguien que había hecho en el toreo bastante menos que él. Después fue cogiendo oficio, madurez y buen nombre, que es algo que ni se compra ni se vende, porque sólo llega por méritos propios. Hasta que a Juan Carlos, un hombre recto, serio y por derecho, un día le sonó el teléfono. Era Curro Díaz, al que curiosamente él le había dado la alternativa en Linares allá por 1997. Curro le  propuso incorporarse a su cuadrilla, y gracias a eso he podido ver a Juan Carlos dar magistrales tardes de toros. Sin una alharaca, sin el menor afán de protagonismo, todo en su sitio y en su tiempo, todo medido y torero. Como debe ser. Como hay que ser.

Así hasta pasado mañana. No sé si se cortará la coleta o no, pero sí sé que le deseo todo lo mejor en la nueva etapa que se abre ante él. Tiene mucho que enseñar, empezando por los valores de la profesión, y ojalá lo haga. Y si no es así, espero que disfrute, ya sin responsabilidad, de lo que ha sido su vida. Que es lo mismo que quiero para todos esos hombres de plata que han hecho de honrar a su profesión una filosofía y que han honrado el traje de luces hasta el último día en que se lo han puesto. Para ellos todo mi respeto, y mi más absoluta admiración.