Hay días en que la historia se detiene un instante para mirar al ruedo. Días que comienzan como cualquier otro y acaban convertidos en eternidad. El 12 de octubre de 2025 fue uno de ellos. Madrid amaneció taurina, vestida de emoción, entre la nostalgia y la expectación. Por la mañana, el festival pro monumento a Antoñete había reunido a nombres que son patrimonio sentimental del toreo, la elegancia de Curro Vázquez, el valor eterno de César Rincón, los destellos de Morante… una delicatessen para los sentidos. Pero ninguno de los presentes imaginaba que esa misma tarde escribiríamos, sin saberlo, la última página de una vida torera.

La corrida de la Hispanidad, cierre de la Feria de Otoño, presentaba sobre el papel un cartel de tránsito, el joven Sergio Rodríguez confirmaba alternativa y un veterano torero de Madrid, Robleño, aguardaba su destino. En el centro, Morante de la Puebla, vestido de Chanel y oro, en homenaje al maestro Antoñete, sostenía el hilo invisible que une a las generaciones. Su saludo a su segundo toro fue un poema breve, un recibo de capa que mezcló inspiración y valor. De pronto, el drama, el toro lo prendió bruscamente, y el cuerpo del maestro cayó tendido en la arena. El corazón de los tendidos se detuvo. Pensamos que no volvería a salir.

Pero Morante volvió. Y cuando volvió, lo hizo a por todas. Herido, con el alma en carne viva, reinventó el toreo. Cada muletazo era una súplica y una revelación. No toreaba para convencer, sino para despedirse del tiempo. Fue una faena impensada, nacida del dolor y la inspiración, trenzada de arte y valor, rubricada con una estocada que desató el delirio. Dos orejas en Las Ventas, las primeras de su carrera a un mismo toro en esta plaza, aunque su segunda puerta grande. Nadie podía creerlo.

La plaza era un clamor, un latido. Y entonces, ocurrió lo que nadie esperaba, Morante, solo, se cortó la coleta en los medios. Sin ceremonia, sin buscar la foto, sin anuncio previo. Se la cortó como quien entrega el alma a su destino. Fue el gesto más morantino posible, íntimo, silencioso, puro. Un adiós sin estridencias, hecho de verdad. La puerta grande de Las Ventas se abría mientras el tiempo se cerraba.

En los tendidos, muchos teníamos los ojos húmedos. Yo también. Es la primera vez que me he emocionado hasta las lágrimas en una plaza. Porque no se iba solo un torero, se marchaba un símbolo, un modo de entender la tauromaquia. Morante ha sido el último romántico, el heredero de la escuela sevillana, el hombre que devolvió el perfume del toreo antiguo al siglo XXI. Su capote unió a Joselito con Curro Romero, su muleta a Belmonte con Antoñete, su concepto a la libertad con la belleza.

Hoy la tauromaquia es más huérfana, pero también más eterna. Porque lo que se vivió en Madrid no fue una despedida, sino una consagración, la del arte como verdad, la del valor como estética, la del torero que se enfrentó al tiempo y lo toreó de frente.

Morante de la Puebla ha dejado el ruedo, pero su eco permanecerá donde habita la emoción, en ese territorio donde solo llegan los elegidos. El arte eterno se ha cortado la coleta, pero el toreo sigue latiendo.