El amanecer se abrió paso sobre las encinas del Alentejo con esa luz dorada que sólo conocen los campos antiguos. En la finca Majá del Lobo, el aire olía a jaras y humo, a tierra húmeda y tradición. Era día de herradero, uno de esos días -sábado 1 de noviembre- en que el tiempo parece detenerse para rendir homenaje a lo eterno.
Allí, entre el rumor de las reses y el chisporroteo del fuego, 130 becerros -ochenta y cinco machos y cuarenta y cinco hembras- aguardaban su destino. Uno a uno fueron marcados con el hierro de la ganadería de D. José Luis Pereda, el emblema de la Agrupación Española de Ganaderos de Reses Bravas, el número de su reata y el guarismo del año, el 5, que guardarán sobre el costado como un sello de linaje y bravura. Era su bautismo. El instante en que el fuego se hace identidad y la piel joven recibe la primera cicatriz de su historia.
En la Majá del Lobo, situada en la serena comarca de Sobral da Adiça, el campo se llenó de vida y de hombres curtidos por el sol y la costumbre. Acompañaron al ganadero figuras queridas y cercanas: D. Manuel Sevillano, empresario y valedor de los festejos de Aroche; D. José Sánchez, amigo fiel y hombre de mundo financiero; D. José Antonio Ortiz “Nono”, jefe de corrales de La Merced, junto a un nutrido grupo de operarios y amigos de la Plaza de Toros de Huelva. Todos, entre risas y conversación, compartieron el pulso antiguo de aquella faena que une fuego, bravura y memoria.
Cuando el último becerro fue marcado y el humo se desvaneció entre los olivos, el silencio del campo se rompió de nuevo: era hora de torear. Los capotes se abrieron como alas sobre la dehesa; las muletas, rojas de sol, trazaron verónicas en el aire limpio del Alentejo. Torear a campo abierto es volver al origen, sentir el toro sin artificio, dejar que el alma dialogue con la naturaleza. Y así lo hicieron toreros, ganaderos y amigos, entre el respeto y la emoción, hasta que el atardecer cubrió la finca con su manto dorado.
La jornada terminó con la calma de las cosas bien hechas. Quedaron las reses marcadas, el humo disipado y un puñado de recuerdos que se fundieron con el olor del tomillo y la encina. En la Majá del Lobo, el hierro volvió a escribir una página más en la historia de la bravura. Porque hay días que no son sólo trabajo: son rito, herencia y destino. Días en que el fuego no quema, sino que consagra.

