Fotogalería: Andrea Acosta
Huagrahuasi (en el dialecto quechua de los incas, “la casa del toro”) es una ganadería modélica. Afinada en hechuras, de una bravura templada, un torrente de clase. Llegó hace medio siglo de los campos de la Janda, o sea, casi a nivel del mar; y pasta ahora en estas tierras volcánicas del Ecuador, a 3.800 metros de altura.
En la familia Cobo hay una querencia casi genética por Andalucía. José Luis tuvo un restaurante de nombre “Bulería” y su padre y su tío se fueron a Vejer de la Frontera para formar la ganadería de la que hoy es único propietario. Tiene otro hierro que se llama Triana; y gracias a la línea paterna, es Sevilla su tercer apellido. Yo creo que tiene la mejor ganadería de América.
Marcelo y Carlos Manuel Cobo Sevilla eran tan aficionados que se lanzaron a formar una ganadería como buenamente se podía hacer en Ecuador: un semental de aquí, unas vacas de allá, un toro indultado de tal corrida… Compraban todo lo que veían: Conde de la Corte, Pinto Barreiros, Juan Pedro, Osborne, Torrestrella… Incluso vacas criollas, que más que bravas eran ariscas, y que embestían porque venían de una cruza muy antigua de las vacas de la tierra con toros de Carlos Núñez. Y hasta con uno de Miura que escapó por las montañas, cuenta la leyenda.

EL VENENO DEL TORO
Pero aquel batiburrillo no resultaba, así que a mediados de los 70, aprovechando que se lidiaba una corrida de Jandilla en Quito, hablaron con Fernando Domecq y llegaron a un acuerdo: la compra de dos camadas completas de becerras y varios sementales. De las 170 vacas tentadas en Jandilla (la mayoría con el hierro de la “V”) se aprobaron 114: y de los 25 erales corridos a campo abierto, se eligieron 6. De éstos, ya en Ecuador, se quedaron definitivamente 3 después de ser retentados en la finca San José: El 25 “Rarillo”; el 4 “Jerolimpio”; y el 5 “Rancherito”, gran raceador de la vacada. Los torearon El Viti, Armillita y Raúl Aranda, y a “Rancherito” le dio también unos pases el hijo de Marcelo Cobo Sevilla, que apenas tenía 12 ó 13 años. “Ese novillo fue el que me acabó de envenenar”, recuerda el ahora ganadero, empresario y también matador de toros José Luis Cobo.
Sus padres debieron darse cuenta, pues lo mandaron a un colegio militar en Nueva York, y luego a otro en Boston. Cuando lo botaron de allí, vendió su cochecito, cogió lo que tenía ahorrado, agarró un avión y se presentó en Madrid. Llamó a Palomo Linares, que fue a buscarlo a Barajas: “Quiero ser torero, pero no le digas nada a mi papá, que no sabe que me he venido”.
Mientras se duchaba tras el largo viaje, Palomo llamó enseguida a Marcelo:
–“Tengo al loco aquí, que dice que quiere ser torero”.
–“Échale unas vacas toreadas y cuando le peguen una paliza y se asuste, lo mandas en un avión de vuelta”.
Diez vacas viejas después, Palomo volvió a llamar. “Hay que hacer algo porque lo va a matar una y no se achanta”. Y entonces Marcelo comprendió que su hijo José Luis quería ser torero de verdad. “No era valor -matiza el protagonista- sino que tenía tanta ilusión que nada me podía quitar eso de la cabeza. Yo no me quejaba, si me hubiese soltado un hipopótamo también me hubiera puesto delante. Además, a Palomo le tenía una admiración tan enorme que casi me costaba trabajo dirigirme a él, como para encima reprocharle que me echara vacas toreadas… Mi padre lo aceptó enseguida y a mi madre le costó un poco más, pero me apoyaron en todo y terminamos haciendo un equipo estupendo los tres”.

CORRALES EN UN AVIÓN
Antes de aquella aventura, la de llevar el ganado de Sevilla a Ecuador no se le quedó atrás en cuanto a osadía, y de hecho puede considerarse el primer transporte moderno de ganado bravo de un continente a otro. Marcelo Cobo hizo corraletas en el propio avión, y así viajaron los 120 animales durante 15 horas, parando a repostar en un país de Centroamérica. “Viajó con el ganado el mayoral de Jandilla, Pepe Reyes, y a mí también me montaron en el avión. Era tal el olor a amoniaco que no podíamos ni hablar”, cuenta José Luis.
El contraste brutal de hábitat hizo estragos en el ganado, y los 3.000 metros de diferencia se cobrarían una factura demasiado alta, sobre todo a causa de deficiencias cardiacas. A las vacas se les inflamaba la aorta, dejaban de comer y morían. Hubo muchas bajas hasta que se aclimataron, pero todavía hoy saltan casos como los de hace 50 años, cuando llegaron a estos valles montañosos aquellas vacas de Domecq.
“Quiero ser torero, pero no le digas nada a mi papá, que no sabe que me he venido”
José Luis Cobo
Recurrieron entonces al trasplante de embriones y a la inseminación artificial. “Mi padre era un loco de afición, un salvaje, -declara con orgullo José Luis- y no había nada que lo detuviera. Puedo asegurarte que nosotros fuimos los primeros que pusimos en práctica estas técnicas de reproducción aplicadas al toro de lidia, ya sea con animales vivos o post morten”.
Durante la Feria de Quito instalaban un laboratorio en un hotel cercano y fueron sacando pajuelas de los toros de su ganadería que les gustaban. “En realidad -explica Cobo- la gran prueba para el toro es la corrida, mucho más que el tentadero: el estrés del viaje, el tamaño de la puya, la edad… Y además es que hay toros que no se indultan que en realidad son mejores que otros indultados, o por lo menos, que tienen unas características determinadas que el ganadero necesita en ese momento; o es de una familia que se está perdiendo. Por ejemplo, el viernes Talavante indultó un toro nuestro, pero 24 horas después Marcillo toreó otro que tuvo unas cualidades que a mí me hacen falta. Tras su muerte, pudimos sacarle 114 pajuelas”.
EL JUAN PEDRO ANTIGUO
En realidad, una vez consumada aquella gran venta inicial, las técnicas de reproducción asistida han sido claves en el éxito de la divisa, y lo siguen siendo tal y como hemos podido comprobar este mismo año. Poco tiempo después de la compra, trajeron semen del 49 “Desganado”; el 64 “Goloso” y el 12 “Dicharacho”, también de Jandilla. Es decir, de aquel toro de Juan Pedro Domecq antiguo, quizá no haya nada tan parecido como éste actual de Huagrahuasi y Triana en todo el campo bravo, España incluida.
He hecho antes referencia Cobo a los toros lidiados en Latacunga hace apenas una semana. Si buena fue la corrida del viernes, con ese toro indultado, otro de mucha clase y dos muy toreables, aparte de dos utreros excelentes pues se trataba de una corrida mixta; los dos que se lidiaron al día siguiente, y en especial el primero de Juan Andrés Marcillo, fue excepcional, de una nobleza y ritmo difíciles de ver. “Lo habían dejado de sobrero el día antes porque era feo de pitones -aclara Cobo- pero venía de una familia muy fiable y además estaba muy bien hecho”.
“Hay que ser muy buen aficionado para criar un toro tan especial”, me había dicho Álvaro Montes. Cuando se lo cuento a Cobo, me refiere una anécdota que le pasó con El Juli y Montes en Colombia:
“El Juli tiene la costumbre de torear de salón antes de cada corrida, y estando anunciado en Medellín, aquella mañana se hacía un toro con Alvarito Montes en un saloncito del hotel mientras yo observaba. No sé si quizá un poco incómodo pues de algún modo estaba interrumpiendo su entrenamiento, me preguntó si no me cansaba de verle torear de salón, y yo le contesté que no estaba viéndolo torear a él, sino mirando cómo embestía Alvarito. Y era cierto, me fijaba en el estilo, intentaba asimilar aquella forma de embestir. Es parte de mi obsesión, llegar a criar un toro que embista de determinada forma, o por lo menos que se acerque”.

LAS MISMAS 120 VACAS
En 50 años, Cobo mantiene el mismo número de vacas de vientre con el que empezó su padre, alrededor de 120. “Me sorprende cómo hay ganaderos que en nada de tiempo duplican el número de cabezas”, suelta como el que no quiere la cosa, “pero yo sigo teniendo las mismas porque las manejo mejor, vendo las corridas sin dificultad y, sobre todo, me quedo con las vacas que de verdad me caen bien”.
Su padre empezó con Huagrahuasi, pero no mucho tiempo después, con apenas 20 años, él formó su propio hierro, Triana, “con un desechito muy bueno de unas becerras que me dio mi padre”, para ir luego ampliándola poquito a poco, comprándole lo que podía.
“Hay momentos muy duros a 3.800 metros de altitud”
José Luis Cobo
Ha sido empresario, ganadero y torero a la vez. “¿Cómo se lleva esa triple responsabilidad?”, pregunto:
“Yo procuraba que todo saliera bien, pero la verdad es que cuando uno es torero, todo lo demás le importa un carajo. Me gusta el toreo bueno, otra cosa es que me haya salido, pero siempre he intentado torear bien. Ahora ya retirado me gusta mucho que el torero empiece toreando a favor del toro. Me encanta el toreo clásico, pero valoro también este otro tipo de torero. Cuando era joven mi padre me decía que me fijara mucho en El Capea, aunque me gustara más el estilo de otros toreros. El Capea era un torero que explotaba la cualidad de las becerras y tapaba sus defectos. Mi padre me decía que si la vaca la toreaba Pedro, que le quitara luego dos puntos de la nota que le hubiese puesto, porque yo no tenía aún conocimientos para comprender que en manos del maestro posiblemente había parecido mejor de lo que era. Las figuras largas conocen mucho al toro y torean a su favor, menos Morante, que es un caso aparte. Que un toro sea capaz de soportar la exigencia del toreo de Morante es posible primero porque José Antonio es un genio; y segundo, porque el toro de lidia ha avanzado muchísimo en cuanto a entrega. Creo que se está viviendo un momento ganadero fantástico”.
Hoy, ya como propietario único de ambas divisas, debería estar satisfecho con esa obra que inició su padre y que el continuó con evidente éxito, pero parece siempre alerta. “La ganadería es muy cambiante -avisa- el celo debe ser muy grande por parte del criador, pero es verdad que lleva 15 años estabilizada, con un estilo definido. Mis toros no son los más bravos del mundo, pero tienen su clase, que es lo que yo más busco”.
Continúa reflexionando José Luis Cobo, ahora sobre su libertad para seleccionar el toro que le gusta, algo que quizá no pudiera llevar a cabo del mismo modo en España:
“Soy empresario y ganadero, y si alguna vez echo un toro de poco trapío es por la escasez de animales que hay, pero en general lidio un toro que me gusta, con su trapío normal y de buenas hechuras. La ventaja que tengo es que no me tengo que pelear con gente que no tiene el mismo gusto que tengo yo. O sea, al moldear mi toro no pienso en que tengo que venderlo para una plaza de primera, porque no es el caso”.

EN LA CASA DEL TORO
Es otoño en Ecuador, una época en la que en un mismo día puede amanecer despejado, picar el sol al mediodía, llover por la tarde o apretar el frío en la noche. En estas zona altas, de tierras negras volcánicas, el problema es cuando, por ejemplo en invierno, durante dos meses llueve y no sale el sol. El suelo se embarra y la hierba no tira, todo se hace más lento. “Hay momentos muy duros a 3.800 metros de altitud”, asegura Cobo.
De lo contario, si el tiempo acompaña, tiene muchas ventajas, porque esta tierra negra es profunda, de hasta cuatro metros de base, y de una calidad excelente. Tréboles blancos y rojos, una alfalfa magnífica… En algunas zonas se siembran papas, dos cultivos en poquito más de un año, y se enriquece tanto el suelo que da para que paste el ganado durante dos décadas casi sin ayuda. “Se siegan los primeros brotes con la guadaña -explica José Luis- y se seca en el invernadero, y ya en los siguientes brotes, con la hierba encepada, es cuando se mete el ganado”.
La interacción entre agricultura y ganadería parece sincronizada. José Luis también tiene claro el manejo del animal desde su nacimiento a su lidia en una plaza. Se destetan los becerros tarde, a los 8 ó 9 meses, porque antes han estado con las madres en las laderas, ejercitándose desde pequeños. Y luego, Cobo los mete con los toros mientras estén en edad de no pelearse. Aquí comen todos igual, la alfalfa, la hierba y un kilo de pienso cada día de su vida, da igual que sea un eral o un cuatreño. “Si a un toro hay que darle poco antes de su lidia 5 kilos de pienso para que se remate, es que no sirve”, sentencia el ganadero.
Algo tiene esta tierra misteriosa para el toro bravo, que una vez adaptado a ella está en un paraíso. Aquí no tiene la salinidad que el Atlántico otorga a los campos de la Baja Andalucía (Cobo recuerda cuándo su padre mandó a un ingeniero agrónomo a analizar el suelo de Tarifa, para aportar al ganado las sales minerales que no había en estas montañas), pero ya ha transcurrido más de medio siglo desde que aquellas vacas con el hierro de Juan Pedro Domecq aterrizaron en Quito procedentes de La Janda, y aquí permanecen sus descendientes. A 9.000 kilómetros de distancia. A 3.800 metros de altura. Y en la mitad del mundo.

