“Sólo me casaré con quien se llame Paula”, algo así sentenció mi marido al conocerme hace más de una década – desconozco si su intención era emular a los personajes que, con tanta ironía, Oscar Wilde creó en una comedia genial donde dos mujeres insistían en lo mismo porque ese otro título (Ernesto) les provocaba, decían: “¡Mucha confianza!” o si, por el contrario, mi consorte ¡sólo se echaba un farol! – En cualquier caso, cierto es que me hizo contemplar mi nombre, ese que comienza por el diptongo Pau y, con su origen latino, viene a significar pequeño, desde otra mirada. Porque, también me aseguró, llamarse Paula no era cualquier cosa cuando tu tocayo era, es y será un genio.
La importancia de llamarse Paula reside en no temerle a las apariencias, algo así como despojarse del bienqueda para pasar al quedarse con todos y con ninguno, sin que la toalla que rodea ¡con tan buen gusto tu cuello! se mueva un centímetro… Es recelar cuando el alumno hace reflejo de la maestría de quien le enseñó y aquel apéndice peludo que cae sobre tus manos, todavía cálido y húmedo, se convierte en obsequio indeseado porque ¡el que tuvo, retuvo y guardó para la vejez! Son las cosas de las cosas que recuerda esa creencia budista donde se recupera la esencia, esa naturaleza intrínseca que reside en la existencia de las cosas, más allá de nuestra percepción externa. También es despedirse con la gracia que las cinco sílabas del titular implican y, volviendo a la niñez de quien fue bautizado como pequeño, no regalar el tiempo ni la presencia a quien no sea de tu agrado, espetando a los parroquianos un: “Me vuelvo a mi casa, a Jerez de la Frontera, donde se comen las papas enteras”, porque uno nunca debe renegar de su raíz.
Si Don Rafael – de Paula – fuera uno más en la cuadrilla del círculo social de los protagonistas en la novela de Wilde, de la que os he referido algunas líneas atrás, no tengo la menor duda de que arrasaría con todos los convencionalismos de los ¡tan VIP y tan british! que se pasaban los días inventando una vida que no les pertenecía sólo por el hecho de encajar en un molde que, por cierto, ¿quién lo inventó? Tomar la arcilla y crear tu propio molde ad hoc, en los ruedos y en la vida que, al fin y al cabo, son la misma cosa.
Ronda, por ahí, una leyenda que asegura que: “Nuestras palabras están contadas” y, cuando la última se pronuncia, abandonas tu cuerpo físico para volver hacia donde todos partimos y de donde provenimos, hacia el origen, al infinito. La última palabra de Paula ya fue emitida al aire sobre el que un día dibujaba verónicas con un arte natural porque, en su irreverencia, la composición del cuerpo no era fingida y le acompañaba el santo grial del toreo – el pecho, la cintura y las muñecas – ¡Qué rareza tan importante la de Paula! que, con palabras aún por decir y con rodillas inmóviles al miedo y a las prisas, hace ya tiempo que habitaba el infinito.
P.D: A todos los que somos tocayos del maestro, recordemos la importancia de llamarse Paula…

