La historia taurina de Zaragoza no se entiende solo desde el ruedo de La Misericordia, sino también desde los espacios que la rodean. El siglo XIX y buena parte del XX consolidaron una auténtica geografía del toro en torno a la ciudad: fincas ganaderas, plazas secundarias, corrales y dehesas que alimentaban la vida festiva de cada octubre. En esos enclaves se criaban, y se preparaban los toros que después harían historia bajo el cielo del Pilar.
Las fincas taurinas aragonesas, aunque más discretas que las grandes explotaciones andaluzas o castellanas, jugaron un papel clave. Propiedades como las de los Conde de Sobradiel, los Toros de la Misericordia o los ganaderos del entorno del Ebro mantenían una cría adaptada al terreno, donde la bravura se medía tanto como la nobleza. Eran lugares de trabajo y de rito, donde el toro era tratado con respeto, y donde cada tienta y embarque, formaba parte del pulso agrícola y social de la región.
El conjunto urbano también respiraba fiesta. La plaza no era un recinto aislado: su entorno se convertía en un espacio total de celebración. Tabernas, talleres, cafés y fondas vivían en torno a la feria; las cuadrillas pasaban por las calles del Coso y el Tubo, y el ambiente taurino impregnaba la ciudad entera. Así, Zaragoza se fue haciendo taurina más allá de su plaza, integrando al toro en su paisaje cotidiano y en su memoria colectiva. En ese equilibrio entre lo rural y lo urbano, lo devocional y lo festivo, se forjó la identidad que aún hoy define la Feria del Pilar.