Brigadier y Frenoso: la bravura que desarma teorías y el público que no la entiende

Brigadier y Frenoso: la bravura que desarma teorías y el público que no la entiende

La bravura encierra multitud de misterios por resolver, y quizá nunca lleguemos a descifrarlos todos. Tal vez ese sea el motivo por el que, cuanto más toros vemos y más faenas analizamos, más conscientes somos de nuestra propia ignorancia. El toreo es un arte que humilla con sabiduría: nos hace sentir eternos aprendices.

Escribir sobre toros —y, sobre todo, valorar lo que ocurre en el ruedo— se vuelve cada vez más difícil. Y más cuando aparecen ejemplares como Brigadier, capaces de derribar todas nuestras teorías en apenas diez minutos. La bravura es así: superior a cualquier suposición humana. Este toro, un gigante por el que pocos habíamos apostado, embistió con la fiereza de un tejón y se movió con una ligereza impropia de sus 667 kilos. Fue como si pesara diez veces menos. Algo extraordinario.

El público general difícilmente podrá apreciar estos matices, pero los aficionados que vivimos el toreo día a día sabemos el esfuerzo que hay detrás de un toro así. Presentar en Madrid un animal con casta, poder y movilidad es una hazaña que debería valorarse tanto como las grandes faenas. Ya es un lugar común hablar de que «se está criando el mejor toro de las últimas décadas», pero cuando aparece uno como Brigadier, la frase deja de ser un tópico para convertirse en una verdad incontestable. Afortunadamente, el público de  Las Ventas supo reconocerlo con una vuelta al ruedo. No corrió la misma fortuna Frenoso, de Victoriano del Río, otro toro excepcional que pasó sin el reconocimiento merecido.

Hablar de Victoriano del Río es hablar de regularidad y compromiso. Un ganadero que, incluso cuando acude como remiendo, lleva toros con garantías y acordes a Madrid. Detrás de esto hay hombres de campo que conocen su ganado como la palma de su mano, capaces de seleccionar en un instante qué toros cargar al camión cuando suena el teléfono.

La pena de Frenoso fue toparse con un palco que, como suele ocurrir, carecía de la sensibilidad necesaria para premiar la bravura. El público tampoco lo reclamó. Pero, claro, era viernes, y en la plaza había más curiosos que aficionados. Por eso insisto: solo quien entiende el toreo puede valorar estas gestas. La bravura no se improvisa ni se aprende de golpe; exige tiempo, dedicación  y conocimiento.

En definitiva, gloria a los toros bravos, pero más gloria aún a los ganaderos. En tiempos de incertidumbre económica, mantener una ganadería con tamaño, trapío y casta es un milagro. Y más milagroso aún es lograr que esos toros embistan con nobleza. Ellos son los verdaderos artífices de que la fiesta siga viva.