En cada feria, cada vez más, las cámaras enfocan a un chaval joven gritando un olé, a una cuadrilla veinteañera en los tendidos, a un grupo de amigas que brindan al sol con una sonrisa y la mirada encendida por lo que pasa en la plaza. Pamplona, Madrid, Soria, Teruel… No es solo una moda puntual, al menos no lo parece. Pero la pregunta es: ¿esto va en serio o nos estamos agarrando a un espejismo?
Es verdad que algo se ha movido. Que en plena crisis cultural, mientras otros sectores buscan con linterna al público joven, el toreo ha conseguido meterles en las plazas. Algunos por la liturgia, otros por la fiesta, otros por simple curiosidad. Pero están. Y lo que antes parecía un milagro, hoy empieza a ser rutina.
Ahora bien: una cosa es meter jóvenes en las plazas y otra muy distinta es que se queden. Que repitan. Que entiendan. Que se emocionen con un natural lento o una estocada recibiendo. Y ahí es donde aún cojeamos.
Falta pedagogía. Falta relato. Falta, sobre todo, tiempo y respeto a los ritmos de una generación que no tiene por qué nacer sabiendo quién fue Manolete o qué significa una tanda ligada por abajo. Si el sector no hace el esfuerzo por acercarse a ellos desde su lenguaje, desde sus plataformas, desde sus códigos, la ola pasará y volveremos al “éramos pocos”.
También hay una trampa peligrosa: confundir afición con presencia. Porque ir a los toros en San Fermín no te convierte en aficionado, como tampoco lo hace gritar en Las Ventas una tarde de mayo sin saber quién torea. Que no se nos nuble la vista.
Lo que está ocurriendo es una oportunidad, sí. Pero como todas las oportunidades, tiene fecha de caducidad. O el mundo del toro apuesta de verdad por fidelizar a esos jóvenes —sin paternalismos, sin imposturas— o volverán a mirar hacia otro lado. Y esta vez, puede que para siempre.