Bajo el amparo de la Virgen del Rosario y en presencia de un cielo de farolillos que tornaban de color al compás de la súper Barca Vikinga, una Torre Pacheco en fiestas acogía una novillada mixta con picadores que no dejó a nadie indiferente. Hizo el paseíllo el rejoneador navarro Roberto Armendáriz y los dos hijos predilectos de la localidad que, ropera en guardia, capa española a la espalda, cambiarían la montera por el morrión y se batirían en duelo por la integridad y estima de sus paisanos: Víctor Acebo y Antonio Aparicio, que debutaba con picadores, hicieron frente a un muy bien presentado, fuerte y variado encierro de Los Chospes con el que conquistaron dicha empresa. La localidad cartagenera no quiso perder ocasión de presenciar este duelo, trayendo consigo, en el monedero de publicidad del bar del pueblo, junto a la bien dobladita entrada, el cartel de “no hay billetes” que colgaron en la taquilla a tempranas horas de la tarde.
Todo empezó en el bravo descampado hallado tras atravesar la moderna —entiéndase como agravio— piscina municipal de la localidad. Tras dicha infraestructura, a sones de la cacharrería feriante, se vislumbraba la solera de aquellas chapas rojizas que han visto cabalgar los sueños de cantidad de apuestos toreritos que llegaron, o no llegaron, a dar a conocer el nombre de su villa, pueblo o aldea. La estrambótica piscina acabó por desentonar ante la virginidad de unos nobles tendidos entregados a sus promesas, que volvieron a revelar, para aquellos que por desgracia no la disfrutamos, la castidad de la fiesta nacional: el sentido prematuro siempre afín. Estoy seguro de que aquí los niños no llevarán a sus espaldas un tal “Pedri, 8” y optarán por el embrujo de Acebo y la casta de Aparicio.
Con diez minutos de retraso, en pro de que el público accediera a su localidad —lo cual para muchos resultó una auténtica odisea, como mis vecinas “del 5B”, que pusieron patas arriba el tendido—, hizo acto de presencia la Unión Musical de Torre Pacheco, custodiando a las esplendorosas reinas de las fiestas que dieron, de manera triunfal, una vuelta al ruedo que nunca olvidarán. Los más veteranos no dudaron en caperucear a su paso entre vítores y proclamas: era evidente, anhelaban una gran tarde. Con la premisa de no sablear a sus paisanos, Víctor Acebo —con su característico coral y azabache— y Antonio Aparicio —con un nuevo vestido, torerísimo, catafalco y oro—, junto al rejoneador cubierto de plata, Roberto Armendáriz, se dispusieron a hollar el albero pachequero.
Le correspondió al rejoneador navarro abrir plaza con un único astado de Sorando que anduvo exento de fuerzas, ritmo y transmisión. Pese a tales condiciones, esenciales para el antiquísimo arte del rejoneo, Roberto fue capaz de fijarlo a la grupa en los medios, antecediendo a cinco variados pares de banderillas en los que se esmeró por la falta de prontitud del animal. Efectivo el navarro, hizo sonar la música y Torre Pacheco no decepcionó. Sonó “Paquito el Chocolatero”. Tuvo que resultar del agrado del navarro, pues siempre risueño, resultó igual de efectivo y variado con las cortas. Mató al segundo intento al distraído y endeble novillo. Dos orejas.
Si han tenido ustedes el gusto, o no, de presenciar una corrida mixta, sabrán de la necesidad que posee el piso de “emperifollarse” tras el apachurramiento sufrido por los cascos de los bellos animales cuadrúpedos. Pues bien, en Torre Pacheco es todo un acontecimiento: salió por la puerta de cuadrillas, decidido y consciente de su hazaña, otro hijo de Pacheco. Portaba un aspecto desaliñado, gafas negras, una camiseta verde de La Legión Española, gorra a juego con la elástica y fumaba, como todo jugón. Un auténtico tercio español. Nuestro protagonista creyó conveniente cambiar el tiro de mulillas por un rockero quad negro con un par de banderolas de España. Como su conjunto reflejó, la faena de aparejamiento del ruedo la cumplió con solvencia. No tanto el “tío de la manguera” que, saludando al público como “mi tío Jacinto” y en gresca con la bocana, encharcó el trabajo del serio legionario. Tuvo que ser sustituido por un arenero de mayor prestigio.
Avizor de todo ello, privado o compadeciente, Víctor Acebo aguardaba la suerte en una pintoresca imagen, sentado en tablas con la montera calada, sobre una tarde que se tornaría gris.
Aguardó a Mensajero, primer novillo de Los Chospes. Colorao, de buenas hechuras, armónico, que presentó celo y movilidad desde el primer momento, sabiendo aprovecharla Acebo con un recibo por verónicas que alertaba de la bronquedad del animal, pues embestía con las manos por delante. Auguraba faena orientada a abrir los caminos al animal, midiendo alturas, tiempos y trazando la embestida a ras de albero; aptitudes que bien sabe desarrollar Víctor, pues lo ha demostrado con anterioridad. Se defendió sin gracia en el caballo con un medido puyazo. La necesidad de aprendizaje del novillo se esfumó en la brega, donde los subalternos del matador no consiguieron evolucionar la embestida del novillo, que no desentonó y acabaría por desarrollar sentido y desentenderse de la lidia. Brindó a su público y rápidamente se percató del viento, que resultó un gran condicionante para la lidia, en un comienzo en tablas donde probó al animal. Rápidamente, en el tercio, acudió a la mano izquierda para dejar una templada tanda al natural con el sosiego y placidez que imprime el pachequero. Ahí quedó la faena, pues no acabaría de entregarse el novillo, que progresaba en sentido a la vez que aumentaba la incomodidad de Víctor. Hizo por cogerle en varias ocasiones, hasta que llegó un feo revolcón a un subalterno del que salió ileso. Se vaticinaba el desenlace con la espada: media trasera que fulminó con un exquisito descabello a la primera, en movimiento, ya que el animal no lo puso nada fácil. Silencio.
Misma suerte tuvo con el segundo de su tarde. Sevillano se hizo de rogar en la salida del toril, y de nada sirvió la espera. Nuevamente, novillo de gran presentación para la plaza en cuestión: animal de lomo alto, serio de cara, cuajado, con un morrillo desarrollado y con muchos “pies” de salida, que no dudó Acebo en volver a aprovechar para plasmar su toreo clásico de capote. Se defendió sin gracia en el caballo. Decidió cambiar de tercio tras probarlo en los medios con unas muy ceñidas chicuelinas que el público supo reconocer. Quiso redimirse del primer toro con un inicio de muleta por abajo muy torero, en tablas, propiciando el desenlace del que se libró en su primer novillo: un feo revolcón que estremeció a la plaza por la fortuita caída y la zona del impacto, en la región pulmonar. Salió ileso y decidido a exprimir lo poco que le otorgaría el novillo por ambos pitones: sin fuerzas, transmisión y corto de recorrido, que no acabó por humillar, teniendo que ir Acebo muy tapado para no descubrirse en ningún momento. Se antepuso el pundonor y la predisposición del espada, que quiso dar lo mejor de sí ante su gente. Mató a la primera de estocada entera y consiguió cortar las dos orejas de su complicado novillo.
Antonio Aparicio debutó con picadores en su tierra con un clásico vestido catafalco y oro, que desentonó frente al movimiento y la hipérbole del pachequero. Se presentó con un serio novillo, negro como el tizne, armonioso, cuajado, con mucho ímpetu, pronto y con un señor morrillo rizado de los que te sacan los colores, que acompasó con unas poderosas verónicas al recibo. Sería el caballo, como siempre ha sido, aunque traten de evidenciarlo, quien mostraría y determinaría realmente el destino del animal. Dos puyazos mal dados al relance precedieron a un indiscreto tercer puyazo que cayó muy trasero y que tuvo que rectificar, no de la mejor manera. Cuatro en total. Debido al castigo, y nada más salir del peto, el novillo se aquerenció en toriles. Le brindó el primer utrero de su vida a su apoderado y acudió al burladero para intentar hacer pasar al animal. Aparicio no quiso probarlo en la contraquerencia y pensó que la lidia del animal resultaría en los terrenos marcados por el novillo. No sucedió así. Le permitió el animal unos ajustados estatuarios que remató con un cadencioso, plástico y poderoso pase de pecho. En la querencia, solo hizo más que aumentar la faceta defensiva del animal, que se vino abajo y no dio un pase a Aparicio, que se vio en la tesitura de alardear, incluso de tocar los pitones del animal. Novillo complicado de matar que tuvo que descabellar de buenas maneras al primer intento. Silencio.
Quiso la Virgen del Rosario que fuera el número cincuenta y cuatro de Los Chospes el novillo del festejo, y cayera en sus manos. Colorao, con kilos, cuajado, ancho, abierto de pitones, era prácticamente un toro, y vaya toro, el mejor de la tarde. Dicen que tiene sangre Jandilla, y tanto que lo creó. Salida impetuosa del noble animal que le valió a Aparicio para realizar un vertiginoso quite por verónicas. De manera sorprendente, y de buen agrado para los aficionados allí presentes, decidió Aparicio poner el toro largo, que no dudaría en acometer con violencia al peto, “agarrándolo” Tomás Copete, “Tomasín” —mayoral de la ganadería—, de manera extraordinaria, propiciando una maravilla de tercio de varas. Mi más sincera enhorabuena. Del mismo padre que el primer novillo de Acebo, presentó celo, tranco, prontitud, profundidad, humillación y nobleza. Permítanme el adjetivo: un auténtico carretón para bordar el toreo. Para los que no conocen a Antonio Aparicio, se trata de un torero poderoso, impetuoso, con variedad de adornos y sujeto siempre al entretenimiento del público. Bajo su concepto, aprovechó al grato animal comenzando en los medios con unos pases cambiados que hicieron sonar, como no puede ser de otra forma bajo esta advocación, El gato montés. Confirmó el mutuo agrado el joven coleta por el pitón derecho, con el que se gustó mandando y llevando al novillo largo. Sonrió Aparicio ante la oportunidad que se le presentaba. Mandó, corrió la mano y desplantó al bravo novillo, teniendo como cimentación el toreo en redondo. Pese a su concepto, esbozó dos derechazos, encajado, abandonado y sin muestras de excitación, de gran calidad, que pasaron desapercibidos por los tendidos, junto a un templado y torerísimo trincherazo. Tiró la espada para rematar la variada faena por bernardinas. Mató al segundo intento con una plaza que estalló de júbilo tras la muerte de toro bravo del excelente novillo. Dos orejas y rabo para Antonio Aparicio y vuelta al ruedo para el animal.