No siempre fue así. Durante décadas, el cierre de la Feria del Toro estuvo reservado a distintas ganaderías —con nombres como Pablo Romero, Conde de la Corte o incluso toros navarros—, pero desde hace unos años, Pamplona ha recuperado un cierre con identidad: la corrida de Miura.
El hierro sevillano se ha asentado como el broche final de San Fermín, ganándose ese lugar no por marketing ni comodidad, sino por lo que representa: el toro con personalidad, con trapío, con historia. En tiempos donde algunas plazas dulcifican sus cierres, Pamplona elige terminar con verdad.
El encierro de Miura es distinto: largo, tenso, medido. La tarde en la plaza, también. Exige toreros con técnica y con cabeza, que entiendan que delante hay un animal que no responde al guion habitual. Aquí, cada muletazo limpio tiene valor, y cada triunfo se mide en respeto.
El hierro de Zahariche no busca protagonismo, pero lo impone. Y en Pamplona se le recibe como lo que es: un testigo vivo de la historia del toreo. Cuando el último toro de Miura cruce hoy la puerta de toriles, no solo se cerrará la feria: se reafirmará una forma de entender la fiesta.
Porque mientras en las calles suena el “Pobre de mí”, en la plaza ruge todavía el toro. Y en Pamplona, hasta el último día, el toro sigue siendo el centro de todo.