Han pasado dos semanas desde que comenzaron mis vacaciones. La última vez que aparecía por aquí, ya advertía del significado casi ritual que conllevaba para un taurino la práctica veraniega y el complicado patrón a cumplir en los días siguientes. No os he defraudado. Ha habido chiringuito, lino, puros y, probablemente, la mejor noticia de lo que va de verano: Netflix va a hacerle una serie a Julio Iglesias. Os prometo que no sabía nada; estas son las cosas de las cosas, como decía Paula.
Habiéndoos alegrado el día, Jesús Quintero definía el verano como aquel en el que transcurren “los días de vinos, rosas, toros, vírgenes del mar y besos calientes bajo el cielo de bombillas multicolores de la fiesta de tu pueblo”. No he escuchado definición mejor, aunque para mí, el principio del verano siempre va ligado a las fiestas de Pamplona. San Fermín.
Pamplona siempre es esperada en mi casa. Es aquella que proporciona una ansiada cotidianeidad en la súbita semana veraniega. Todo aficionado comprende la dimensión de aquel cohete en el cielo pamplonés. Elon Musk, al lado de los pirotécnicos navarros, no es nadie. Ese cohete significa celebrar de forma ininterrumpida una semana entera de toros —pero de toros toros—, de los que tienen pitones, casta, trapío y todas esas cosas que suelen tener los toros. Bien lo sabe el maestro Rafaelillo.
Muy a nuestro pesar, ese cohete también significa tragarse encierros robotizados y acabar a las ocho de la mañana borracho en una piscina municipal, en una suelta de vaquillas o, bien, empitonado junto a un chaval de Ohio y otro de Minnesota en las puntas de un morlaco de Escolar.
Pues bien, en relación con esto, es sabido que en España nos gusta la fiesta. Pese a ello, el World Record de pintas bebidas en un solo día en La Ardosa, en Madrid, lo tiene un alemán llamado Sebastian Tilinski —tócate los huevos—, con catorce pintas en un tiempo de tres horas y veintidós minutos, seguido de un tal José Alberto, héroe nacional, con trece pintas en dos horas y cincuenta minutos. ¿Con esto qué quiero decir?
Primero de todo: ese título debe retornar al palmarés nacional.
Segundo: me hubiera gustado contabilizar los tragos de Ernest Hemingway en sus fiestas en Pamplona. Estaría disputando el oro junto al Tinkilinki este.
Tras acabar la lectura de Corrochano, me deshice rápidamente de la obra Fiesta, de Hemingway, donde —como bien sabéis— narra sus fiestas (nunca un título estuvo tan bien puesto) y amoríos en la ciudad navarra durante el transcurso de los Sanfermines.
Su lectura es de obligado cumplimiento para la concepción, por parte del extranjero, de la festividad pamplonesa, donde no es más que un espectáculo de entretenimiento y desfase.
Hemingway retrata a la ciudad como un macrobotellón donde el espectro taurino queda relegado a la muerte, véase en el morbo que muestra hacia los caballos, y a la figura del torerito guapo y apuesto. Un aficionado taurino, como se consideraba Hemingway, hubiera puesto el énfasis literario, por ejemplo, en la vuelta a los ruedos de Juan Belmonte —corrida que él presenció— y no en la gratitud personal (seamos benevolentes) que tenía hacia Cayetano Ordóñez.
Fiesta, fuente natural de tópicos que engalanaron —y siguen engalanando— nuestra cultura en el extranjero a día de hoy. Pese a ello, la calidad descriptiva y narrativa de Hemingway las ensalza como la obra más vendida entre sus creaciones.
¿Le tenemos que estar agradecidos a Ernest? Tal vez el gobierno desarrollista de Franco, que buscaba una concepción amable exterior, sí; los taurinos, no.