Fallecen los días de sol, germinan compromisos y la cotidianidad torna a nuestras vidas; mis palabras se vuelven a trenzar entre vuestro apego. Por el sureste español, septiembre significó la más alta ocasión para emborracharse de toreo, condición que, gracias a este diario, he podido contagiar a los lectores, pues la apuesta por transmitir los feriales más importantes de la Región de Murcia ha sido sustancial. El compromiso con la afición y el rigor no achica a un equipo, ante todo, de aficionados. Me desmontero ante ustedes.
Se acaban, como decía Quintero: “los días de vinos, rosas, toros, vírgenes del mar y besos calientes bajo el cielo de bombillas multicolores de la fiesta de tu pueblo”. Vuelve el tiempo del café y la manta, del sosiego y la reflexión. Vuelvo, queridos lectores, para poner en valor la temporada que para mí ya he liquidado, pues todo lo que ocurra en San Miguel o Madrid es únicamente la culminación material del individuo espiritual que se ha ido fraguando durante la temporada. Aquel individuo que los aficionados ansiaron, dada que era digna su empresa, llámese Pablo Aguado, Borja Jiménez, David de Miranda, Rubén Sanz, Saúl Fortes, Javier Zulueta, Juan de Castilla o Don José Antonio Morante Camacho; Primus inter pares de esta siempre afecta pero maltratada religión. Porque sí, el toreo siempre estuvo y estará con aquellos que lo busquen, pero, al igual que los coletas mencionados, y tal vez agraviada por su desempeño, esta noble y apacible religión volvió a hacer de esta polarizada España un Estado unitario confesional.
Hemos vuelto a creer en ella, hemos vuelto a predicar su palabra: en España se vuelve a hablar de toros sin complejos.
En España, los jóvenes —y no tan jóvenes— han poblado las plazas de toros como nunca imaginé. No les pesa el tamaño de la hazaña, buscan un espacio libre, con fundamentos, valores, donde se impregna alegóricamente una enseñanza de vida que ha caracterizado la moralidad milenaria de un pueblo. Estos individuos, de cualquier situación social —visto que también estamos acabando con los tópicos—, no temen subir una publicación a redes compartiendo su afición o hablar de toros fortuitamente en cualquier situación o rincón, debido a que han encontrado una cimentación ética que es difícil de abandonar, pues, con perdón de Dios, es la Fe verdadera.
Gran culpa de esta predicación corresponde a los jóvenes novilleros que han permitido tornar este espectáculo en un instinto humano, posibilitando la creación de infinidad de aficionados por la humanización de su obra, pues no hay arte sin complemento humanista. Solo esperemos que esta renovación del escalafón que ya parece iniciada se salde en positivo, pues de ella depende el futuro de una fiesta rigurosa. No me puedo olvidar de la importancia que van adquiriendo los encastes minoritarios y las ferias toristas que cuentan con ellos. La recuperación de morfologías abandonadas supone otro camino que estamos solventando. También incumbe a los grandes triunfadores citados que han contribuido a la identificación personal del espectador, aunque en especial, al Genio de la Puebla. José Antonio hizo coincidir este esperanzador panorama con la mayor obra taurómaca que se recuerda. En un momento de decadencia, resultó ser la salvaguarda de cientos de años de historia taurina bajo una personalidad arrolladora que atrae a cualquiera. Su tauromaquia abarca infinidad de retazos históricos bajo una reinterpretación barroca que permite la conversión del público esporádico —que vuelve o se inicia a los toros por la situación que atraviesa— en verdaderos entendidos que rememorarán perpetuamente la revirá en la Calle Alcalá del ocho de junio de dos mil veinticinco.
Siempre hubo taquilleros, pero nunca nadie creó tantos aficionados. Bien es sabida la multidisciplinariedad que abarca el orbe taurino: desde el empresario que ve cómo vuelve a colgar el “no hay billetes” hasta el ganadero que vende más toros, desde el distribuidor de piensos hasta la editorial que se atreve a publicar más tauromaquia —parte fundamental de la instrucción taurina, pues supone la tarea que tenemos pendiente: convertir al esporádico público en un fiel torista—. Para ello es importante el día a día en ausencia del festejo.
Fuera del ruedo también estamos de enhorabuena, pues contamos cada vez con más circuitos de novilladas, reaperturas de plazas, publicaciones y divulgaciones sobre el toro o la lidia, medios de comunicación especializados, grandes comunicadores que retornan al que siempre fue el espectáculo por excelencia en nuestro país, personajes públicos que no reniegan de su afición y televisiones regionales que lo dan absolutamente todo, con datos esclarecedores para la difusión de esta forma de vida, pues así pesa la torería.
Nos corresponde lidiar el resto de faena para convertir el potencial —como lo es mi plaza de toros de Lorca— en una realidad activa que contribuya a la causa.
Termina una temporada marcada de hitos que acontece una tauromaquia sin vacilaciones y adaptada a los nuevos tiempos.
Hasta el año que viene, hermanos.