La mejor revirá de la historia del toreo

Morante y la reconquista del toreo eterno

No soy supersticioso, ni creo en el destino. No me dejo nerviar fácilmente, ni me complace el jolgorio de las masas. Pero el pasado domingo, como macareno llamado por La Centuria, como Rescate sumiso a su Legión, la historia de la tauromaquia cayó sobre mi costal y yo, consciente de ello, supersticioso y nerviao junto a la masa, hice en la calle Alcalá la mejor revirá de mi vida.

Esa mañana, tras el agotador día de antes, donde la recompensa del enfarragoso viaje fue la corrida de Adolfo Martín, amanecí consternado, desorientado, con esa sensación que hace que todo transcurra como algo ajeno a ti, fuera de sitio; templado, paciente, expectante. La tarea de esa mañana estaba prescrita y resultaba un condicionante para el viaje:

—Paloma, yo esta mañana no hago nada; preparamos todo para la corrida, una tapita y a descansar.

Pobre de mi pareja, no sabía la que se le venía encima. Y así fue como transcurrió la mañana, con ese sentir austero que te hace dudar entre ponerte unas lentillas o unas gafas y que resultó ser la decisión más difícil del día.

Tras ponerme las lentillas, llegamos a la Tasquita del Gato, una pequeña taberna en Juan de Urbieta regentada por una modesta familia de origen chino. Fue en ese momento cuando me percaté de los resultados del sorteo y del lote de un tal Morante de La Puebla. Desanimoso, advertía cómo las posibilidades de mi torero se desvanecían al comprobar las condiciones del ganado:

—Lo mejor se lo han llevado Borja y Fernando, siempre igual; este tío no tiene suerte.

No me equivocaba: el lote de Morante resultó el más falto de fuerza de la tarde, algo indolente para nuestro protagonista, porque ¿qué condición adquiere la fuerza ante la fe?

Al llegar al hotel, el pasar de las horas y el descansar suponían una utopía; no existía nada más deseado por mí. Les engañaría si cuantifico las veces que me planteé el devenir del ganado y la tarde. Me refugié en Twitter para encontrar devotos de mi condición. Jimeno Federico, colombiano e inagotable seguidor del Genio, también sintió la llamada desde el Virreinato de Nueva Granada:

—Llevo tres días sin dormir, querido José.

Ese estado de expectación, seriedad y reposo aumentaba hasta niveles muy pocas veces alcanzados; la silenciosa habitación acogía de forma serena nuestra música favorita junto al modesto sonido del aire acondicionado. Los vaqueros se convirtieron en taleguilla, los mocasines en manoletinas y la guayabera fue puesta con la misma hondura con la que se pone una chaquetilla. A dos horas del festejo, esa habitación emanaba albero, como en tantas otras habitaciones santificadas por la fe morantista.

Nunca un trayecto se me ha hecho tan largo como el que transcurre en metro desde Atocha hasta Ventas. ¿Se acuerdan de esa hondura? De la profundidad, del sosiego, de la pacie… Todo a la mierda. Todo se fue a la mierda. Como decía Juncal: temor, recelo, rescoldo, aprensión, cuidado, sospecha, desconfianza, cerote, medrana, pánico, canguis, canguelo, julepe, jindama, pavor, mieditis, espanto, terror, susto, horror y repullo.

Por si no me había dado cuenta, me lo recordó Paloma:

—¿Pero qué te pasa, José?

José no dijo ni mu.

—¡Si pareces tú el que va a salir a torear!

Como peregrino que admira Almonte, entré en el templo. Allí, las dolencias del camino desaparecieron, todo cobró sentido: el viaje desde Lorca, Colombia, Jerez, México, Bilbao; las diferencias regionales, la profesión, la ideología, la capacidad económica. Todo quedó reducido a una figura: José Antonio Morante Camacho. El sumo pontífice del toreo, con un vestido —según Justo Algaba— inspirado en los emperadores romanos, apareció ante la inmensidad cosmopolita de Madrid y, en presencia de sus fieles más devotos, como lo hizo Constantino I, predicó: “Esta es la fe única y verdadera”. Así fue.

Lo demás es historia. El simpecado apareció por la puerta del templo y aquellos fieles de esta religión, hoy en auge pero tanto tiempo perseguida y cuestionada, saltaron la reja para aupar a su concepción espiritual. Nunca jamás una alegoría fue representada en forma de humano.

La plaza, repleta de gente, hacía imposible llegar al ídolo. Los empujones y las carreras llenas de esperanza y devoción abarrotaban las inmediaciones. Entre los peregrinos se encontraban unos cuantos infieles montados a caballo con gorra y porra que pretendieron acabar con la palabra predicada desde hace más de veintiséis años. Los mercaderes fueron echados del templo, en la conciencia colectiva sonaron los acordes del himno nacional y José Antonio Morante Camacho, “Morante de la Puebla”, frente a su templo, bajo su gente y en la esquina de Alcalá, realizó la mejor revirá de la historia del toreo.

“Yo vi a Morante de la Puebla salir por la puerta grande de Madrid”.

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