Siempre se ha dicho que el toreo nace en los pueblos, y pocas afirmaciones encierran tanta verdad. Sin embargo, en pleno siglo XXI, los pueblos afrontan un problema grave para poder organizar festejos taurinos: las limitaciones y los despropósitos de unos pliegos que, lejos de favorecer la afición, terminan por asfixiarla.
Si ya hemos denunciado en numerosas ocasiones que los pliegos de las grandes plazas alimentan el discurso antitaurino, lo que sucede en los pueblos roza, directamente, el desconocimiento más absoluto. Y lo más preocupante es que ese desconocimiento procede, en gran medida, de quienes redactan esos pliegos: técnicos ajenos al toreo, incapaces de comprender su funcionamiento y, por tanto, de regularlo con coherencia.
Uno de los grandes retos de ANOET en esta nueva etapa —quizá de los más urgentes— es precisamente este: controlar, denunciar y ordenar la elaboración de los pliegos en todas las plazas, especialmente en los pueblos, auténtico sostén del toreo.
Cada año, cuando se acercan las fiestas, muchos municipios se ven obligados a sacar a concurso la plaza, recordando que por tradición se celebra un festejo en el día grande. Entonces aparece el técnico de turno —que, en demasiadas ocasiones, nada tiene que ver con el sector— y redacta un pliego temerario, ajeno por completo a la realidad económica y social del pueblo.
Los ejemplos se repiten. Consistorios que en muchas ocasiones (no siempre) aportan una cuantía mínima, a veces irrisoria, y al mismo tiempo exigen un cartel con las primeras figuras del escalafón. Pretenden un festejo “de categoría” en municipios que apenas superan los 2.000 habitantes. Hagamos números: las figuras no torean por menos de cinco cifras altas cada una. Multipliquemos por tres. Añadamos el coste de la corrida —que ha aumentado al encarecerse la cría del toro y crecer la demanda frente a la reducción de animales en el campo—, más la cuadra de picar, Seguridad Social, servicios sanitarios y personal de plaza, por mínimo que sea. El resultado es evidente: un festejo que arranca en las seis cifras de gasto en cuanto salen los toreros al paseíllo.
Esto provoca dos problemas de calado. El primero: para cuadrar cuentas, el empresario necesita subir el precio de las entradas. Y conviene recordarlo siempre: es empresario, no el benefactor de las fiestas del pueblo. El segundo: la afición local, poco habituada a los costes reales de organizar un festejo, percibe esos precios como un abuso, especialmente cuando es el único día del año en que acude a los toros.
Curiosamente, esa misma noche muchos gastarán el doble del precio de la entrada en el concierto de la verbena y las bebidas que lo acompañan. Pero ahí no “pica” tanto la cartera. Existe un desconocimiento absoluto de lo que cuesta montar un festejo taurino hoy en día. La sociedad acepta que todo ha subido —y lo asumimos en la compra, en la gasolina o en cualquier servicio cotidiano—, pero se resiste a aceptar que ir a los toros también tiene un coste. Si realmente nos consideramos defensores de la tauromaquia, quizá debamos preguntarnos si no estamos actuando como taurinos por un solo día.
Los pueblos tienen por delante una tarea compleja pero imprescindible: redactar pliegos que se ajusten a su capacidad real. Y, en muchos casos, recuperar lo que siempre funcionó: una figura que tire del cartel, un torero de la tierra que movilice a los paisanos, y un torero joven o revelación que llegue con ambición y encuentre una oportunidad. Esa fórmula —sencilla, razonable, eficaz— permite ajustar costes, atraer público y conservar el ambiente propio de un festejo de pueblo.
No se puede pretender confeccionar un cartel de primera en una plaza de segunda o tercera. Para algo existe la clasificación de las plazas.
Siempre recurro al mismo símil, porque es tan claro como incontestable: ¿se imaginan un Barça–Madrid en el campo de fútbol de su pueblo? Irreal, ¿verdad? ¿O asistir a un concierto de Melendi por menos de veinte euros en primera fila? Pues eso. De reflexión.

