El tiempo otoñal tiene la ventaja de que, salvo excepciones dadas porque surja alguna noticia de mucho calado, es el momento perfecto para sacar a la luz asuntos atemporales, pero no por ellos menos importantes y que se pierden en la vorágine de una temporada donde muchas otras cuestiones van suscitando el interés del día a día.
Claro está que lo ideal sería poder hablar de temas como que las diferentes asociaciones del “sector” han decidido ¡por fin! aprovechar los meses de transición entre una y otra campaña para sentarse y afrontar, con un plan de estrategia firme, cimentado y pensado, los problemas endógenos y exógenos a los que se enfrenta la Tauromaquia en nuestros tiempos. Pero esa es una utopía que, indefectiblemente, año tras año salta a las mesas de debate de los programas radiofónicos taurinos cuan comodín recurrente una vez que se ha arrastrado el último toro de la feria de San Lucas en Jaén para después diluirse como un azucarillo y quedar en nada. Con lo cual habremos de pensar que a dicho sector no le interesa otra política más allá del “patadón y p’alante” que achacaban al futbolero Javier Clemente.
Pero hoy me gustaría incidir en algo que, por mil veces repetido, ha pasado a tomarse como una normalidad en el desarrollo de cualquier espectáculo taurino, cuando no pasa de ser un vicio moderno y a mi parecer horrible, que llegó no hace tanto y parece que para quedarse. Me estoy refiriendo a la duración de cualquier corrida, novillada, o incluso becerrada, que en la actualidad y a poco que la cosa se descuide se planta en tres horas de metraje.
Y tres horas, sea cual sea el evento, son muchas horas y más aún en estos tiempos donde la gente está acostumbrada a la fluidez del vídeo corto de TikTok, lo que también deriva en que le cueste un mundo mantener la atención en un espectáculo que abarque mucho más allá de dos horas. Para más inri, si se llega a esa extensión no es precisamente porque la función de toros se desarrolle con fluidez e interés, sino que muchas veces ocurre todo lo contrario. Abundando en la idea que encabeza este párrafo referente a que hogaño están de moda las cosas de consumo rápido, encima la Tauromaquia cuenta con varios hándicaps añadidos. Para empezar, que el espectador tiene que sentarse la inmensa mayoría de las veces en una piedra a la que en verano le ha estado dando el sol desde la amanecida, y no es precisamente plato de gusto asentar las posaderas allí durante tres horas que pueden acabar siendo eternas.
No tiene razón de ser la cantidad de tiempos muertos que reinan hoy en día en cualquier corrida o novillada, a pesar de que no hace muchos años en plazas como Madrid se intentó eliminar muchos de ellos habilitando, por ejemplo la salida y entrada de picadores sin necesidad de circunvalar el ruedo, pero parece como si el efecto hubiera sido el contrario. Lo cierto es que, habiéndose implementado innovaciones como esa, que resta varios minutos muertos, resulta increíble que una de aquellas corridas de los años ochenta del siglo pasado en los que cada toro tenía que tomar tres puyazos, con toda la brega y tiempo que ello suponía, durase bastante menos que cualquiera de las de hoy.
A las pruebas me remito. La archifamosa “Corrida del Siglo” celebrada el 1 de junio de 1982 donde salieron a hombros Ruiz Miguel, Luis Francisco Esplá, José Luis Palomar junto al ganadero Victorino Martín Andrés sólo duró dos horas y media. Otro festejo recordado por todos, la Puerta del Príncipe de Espartaco en el año 1985 frente a toros de Manolo González no pasó de las dos horas ¿qué está sucediendo ahora para que eso sea lo que dure una novillada sin picadores de cuatro erales?
Lo peor de todo es que tal extensión no se debe, por ejemplo, a que proliferen los quites, de los cuales los aficionados nos sentimos cada vez más ayunos, o que los tercios de varas sean a la francesa, o sea, colocando a los toros de largo en más de una ocasión y dejando que los picadores toreen a caballo para mostrar así toda la belleza de un tercio imprescindible de la lidia. No, la inmensa mayoría de las veces nada de esto ocurre, y quitadas las plazas de primera el paso del toro por el jaco es un mero trámite y el tercio de banderillas en demasiadas ocasiones se cumplimenta con dos pasadas y hasta sin tener en cuenta que cuatro deben de ser los garapullos que queden prendidos en el animal.
Eso sí, las faenas de muleta de la actualidad son las más largas de la historia. Aquella sentencia de Antoñete que dictaba “pronto y en la mano” parece haber pasado a la historia, lo mismo que aquel otro dicho donde se afirmaba (y con razón) que no hacían falta más de veinte muletazos (buenos, eso sí) para conseguir el triunfo. Quizá sea por eso mismo que cuando una faena se ciñe a ese patrón nos vuelve locos y pone de acuerdo a todos.
Pero, ¿dónde se pierde el tiempo entonces? Pues no sé si en paseíllos que se prolongan una barbaridad hasta que el primer toro aparece por la puerta de toriles; o a lo mejor lo que ocurre es las vueltas al ruedo de ahora duran más que el discurso del rey Jorge, aunque la faena se haya saldado con una oreja ramplona. Y así podríamos seguir entresacando factores que alargan lo que debería de ser pura fluidez. Lo cierto, eso sí que lo tengo claro, es que entre tantas cosas por arreglar una de ellas, quizá nimia, pero no por ello intrascendente, es la duración actual de las funciones de toros. En pleno siglo XXI una corrida, novillada o becerrada no puede, por sistema, plantarse cada tarde en tres horas de reloj. Va en contra de los tiempos y, sobre todo, del espectador. Démosle una vuelta entre todos…y busquemos soluciones.

