Con el tiempo se borran / los desengaños / y entre alegrías y penas / pasan los años
Así se quejaba un gitano rubio de la Isla hace ya (casi) cincuenta primaveras. Razón no le faltaba. El paso del tiempo es inexorable. Sea en las arrugas de la cara, los achaques más o menos viscerales o en el mismo mirar.
Heráclito decía que todo fluye, que nada permanece. Vio un río en lo que otros llamamos devenir, uno en el que no palparía dos veces el mismo caudal. En el redondel, el reloj avanza más rápido en los cuerpos que se precipitan en el lance por lo creciente del sentido de ambos, sentido que no se hallaría sino en años, y que en este caso se resume en segundos. En pañuelos que asoman de un balcón, clarines que abren y cierran puertas. En el redondel, no hay dos lances iguales. Y es porque el tiempo pasa.
Pasó el tiempo de igual forma para que llegase San Agustín, nueve siglos más tarde –Salvación humana inter duas res– a definirlo en tres actos, tensionados entre sí.
El telón se abre a partir de la memoria. Lo que ya pasó, aquello que vive si es recordado. Por estatuas, ¡y hasta plazas, Dios mío! que se levanten en nombre de algunos que están, otros que se fueron, y algunos que nunca llegaron a estar, no hay mejor baza que la palabra, la tradición oral. También la escrita, faltaría más. Aún hoy, permanecen entre nosotros las heroicidades dieciochescas de los primeros diestros, que lo mismo se las veían con el de los rizos que con algún que otro malnacido mameluco.
Se empezó a labrar una senda que se andaba a pie y no a caballo, si tenía que cojear alguien iba a ser quien pasaba verdaderas fatigas enfundándose el chispeante. Esa la tomó Belmonte para asaltar los campos de Tablada, también José para escribir un compendio tan fugaz como amplio y genial, que en tanto llega hasta nuestros días. Grandeza. Eran ídolos de masas, relevo que aunó en su persona el Monstruo, y que le duró hasta después de morir en Linares. Qué decirles del Benítez, que le abría cartel a los Beatles sin despeinarse. O de los que tenemos más recientes, como Rafael, que en paz descanse, Curro, que es leyenda viva de mi ciudad, o el mismo José Antonio, que tiende un puente entre sus formas pasadas que se resisten a desvanecerse y un futuro desconocido. Hubo un día en el que fuimos muy grandes.
El de Hipona prosiguió introduciendo la atención como presente. Presente que durante tanto se nos tambaleó frente a los ojos, por no ser capaz de mantener esa nuestra atención que el teólogo usaba como segunda vía definitoria del tiempo. Por faltar interés en los ruedos, por una monotonía impuesta por castigo, oligarquía generacional que vivía más del recuerdo que del mismo presente del que les hablo. Época gris. Ese presente terminó por hacerse pasado, pero aún tenemos reminiscencias del mismo en el sistema que aún impera. Sonreímos cuando nuestra atención se la llevaba el de la Puebla, pero hoy seguimos sin saber en cuál de las tres instancias del tiempo se halla.
Hallamos sentido — y propósito— llegados al broche de la filosofada. El futuro no es sino la Esperanza, así como Esa que por San Gil volvió hace unos días, y tanto nos trajo de vuelta. Esa que nos brinda el ir descubriendo nuevas caras entre la neblina de un 2025 que ya se muere. En la juventud, sea la que llama a la puerta aunque no se le abra como se merece (llámenlos Jarocho, Víctor Hernández, Mario Navas, o como quieran); sea la que se deja la sangre en la arena (honor para todos aquellos novilleros que han pagado con su cuerpo el tributo al de los marfiles); o sea para la misma ilusión expuesta al animal (no puedo evitar acordarme de Gabriel Moreno “El Calé”, que con tan sólo 14 años me devolvió una ilusión que se iba diluyendo). Ello, y mucho más que me dejó por el camino, es el fundamento de nuestra Esperanza. Pero todo ello debe ser acogido y cuidado con el cariño que merece.
El tiempo, concluye San Agustín, no es sino el hombre en busca de la eternidad. Será el camino a algo más. Dicha eternidad hay que buscarla, si no, por más que haya tanta pluma “matarrelojes”, no seremos más que una jauría de herederos sarnosos, inmerecedores del legado recibido. Seamos suficiente. Estemos a la altura de lo que custodiamos.
El tiempo que he tenido / sin conocerte / quién lo hubiera sabido / pa’ yo quererte

