No recuerdo ya ni cuándo fue la última vez que fui al cine.
Creo que pudo ser antes del COVID, a ver Joker. Lo que sí recuerdo a la perfección es lo harto que salí de la sala. Harto de gente, de maleducados que ni en el cine – pagando por ver una película que les debe interesar – saben estar sin mirar el móvil, que están más pendientes de comer o, directamente, de hablar con el que tienen al lado. Desde ese momento, no he vuelto a ir porque, como todo en esta sociedad que nos rodea, seguramente haya ido a peor. Todo va a peor.
Y por eso mismo cada vez lo paso peor en una plaza de toros.
Porque el neo-aficionado, como he escrito ya en otras ocasiones, está más pendiente de hacerse sus fotos de rigor en el tendido, puro en mano y gin-tonic en la otra, con una almohadilla en el cemento y vistiendo, prácticamente en la totalidad de los casos, camisas de marcas que tienen logos taurinos. Aunque luego les preguntas quién es Morante, y te responden que es un señor muy malo porque nunca le gustan sus toros. Y claro, así nos va.
Y sí, ahora viene la parte en la que más de uno me podrá decir de todo.
Por esto mismo detesto los toros en Pamplona.
Llámenme rancio, mal aficionado o lo que más les guste. Díganme si quieren la manida frase de “cada plaza tiene su idiosincrasia” o, la que es mejor aún “es que no todas las plazas son como Sevilla”. ¡No me digan! Más quisieran algunas plazas poder disfrutar del silencio como se disfruta en la Maestranza. Ese silencio y esos oles son únicos e inigualables. Claro que no todas las plazas son como Sevilla, por desgracia para el resto de plazas. Ah, y esto lo dice un granadino, que en su plaza se siente extraño.
Pero volviendo a Pamplona: no critico los encierros, no critico la forma de cada ciudad o de cada pueblo de vivir sus fiestas, ni me creo superior a nadie por no compartirlo, faltaría más. Si lo hiciera podría sentarme en el Consejo de ministros, ministras y ministres de nuestro actual gobierno.
Guiño, guiño, codazo, codazo.
No, mi crítica hacia las fiestas en Pamplona es bien distinta. Se basa en el respeto: respeto por el toro y, sobre todo, por el torero. Y sí, han leído bien, el torero por encima del toro. Que el torismo está muy bien, oiga, pero si hay un señor jugándose la vida delante de un bicho de 500 kilos, lo único que le pido es que no me cante la chica ye-ye o la canción de Oliver y Benji como si estuviera en la verbena de mi pueblo.
Y claro, que en una plaza haya descanso para merendar no me parece mal – tampoco bien, pero no lo critico –, pero, si existe ese descanso, es precisamente para que se coma y se celebre mientras dura ese descanso, no para que haya gente comiendo más que en la cena de Nochebuena en la faena de muleta al cuarto toro.
Recuerdo una retransmisión de OneToro de una de las corridas del año pasado en la que, ya bien entrada la faena al cuarto de la tarde – no recuerdo si era Perera el que toreaba, en la tarde que abrió la Puerta Grande – a los cámaras les pareció gracioso enfocar a un hombre que daba buena cuenta de un plato de espaguettis. Domingo Delgado se reía, y entiendo que, a priori, pueda resultar gracioso, pero, que a la vez que un hombre se juega la vida de esa manera, uno se está ventilando un plato de pasta de ese tamaño me parece hasta cínico. No les voy a mentir, me encantaría algún año poder visitar Pamplona en su semana mayor, disfrutar de sus calles en los días de fiesta, ver los encierros y, porque no decirlo, hartarme de comer y de beber, pero, créanme, antes que ir a Monumental por la tarde, voy al cine, a una película de esas para adolescentes, para desesperarme entre las pantallas de móvil brillando, el olor a chuches y las conversaciones sin sentido que no pueden esperar a salir de la sala.