Peca el toreo de una pésima sensibilidad al olvidarse de los toreros que pasan las temporadas en los “banquillos” del campo bravo. Esos hombres que, durante el invierno y demasiados días también en plena temporada, se ven obligados a vestir de calle, cuando deberían lucir el chispeante que les engrandece.
Su toreo queda relegado a las sensaciones que logran saciar en los huecos que les dan los ganaderos. Ellos, al menos, tienen la sensibilidad de valorar el aroma que desprenden muchos de estos toreros. El campo bravo guarda secretos, muchos, muchísimos. Pero también conserva recuerdos que jamás los que nos sentamos en el tendido seremos capaces de experimentar, por más ferias y plazas que pisemos. Los sonidos de un tentadero son tan únicos como irrepetibles: el silencio, las voces del matador, los trastos rozando el albero, el gemido de un toro al otro lado de la finca… Todo eso envuelve el momento en un clima especial, lleno de verdad.
El campo tiene una magia única, capaz de despertar sentimientos que pocas veces se pueden replicar en las plazas. Allí, en el silencio del tentadero, vemos torear a esos maestros a los que el sistema les niega un sitio en los carteles. Y nos damos cuenta de todo lo que nos estamos perdiendo. Porque lo que llega a las ferias y a las grandes plazas no es más que lo que unos pocos nos dejan ver, lo que los empresarios deciden ofrecernos (y es su derecho, faltaría más).
Pero lo que no es justo es que un amplio elenco de toreros caiga en el olvido. Toreros que, temporada tras temporada, siguen entrenando todos los días con la ilusión intacta, como si fueran a torear 80 festejos, aunque saben que probablemente solo se enfundarán el chispeante tres tardes en todo el año, o incluso pasen el verano en blanco. Algo muy triste para quien dedica su vida a jugársela delante de un toro.
Ojalá el sistema evolucione. El toreo necesita variedad, nuevos sabores en el escalafón, y conceptos que aún están por descubrirse. Limitar la tauromaquia al campo es privar a la afición de recuerdos imborrables, esos que solo unos pocos privilegiados pueden guardar en su memoria. Porque quienes están en un tentadero pueden decir: “Yo estuve allí, y se me pusieron los pelos de punta”.
Sería hermoso que, algún día, esos momentos no quedaran solo en el campo, sino que encontraran su eco en las plazas. El toreo merece toda esa riqueza que hoy se desperdicia en el silencio de la dehesa.